"Para mí sólo recorrer los caminos que tienen corazón, cualquier camino que tenga corazón. Esos recorro, y la única prueba que vale es atravesar todo su largo, y esos recorro mirando, mirando sin aliento" Castaneda

viernes, 29 de abril de 2016

Treinta Días Curitibanos

Después del vertiginoso dominó Colonia del Sacramento - Montevideo - Porto Alegre estacioné mis vértebras, mis anhelos y mis dos violines en Curitiba, ciudad en la que pasaría veinte días tomando clases, ensayando y asistiendo a conciertos en el marco de la Oficina de Música que se organiza allí desde hace treinta y cuatro veranos.

Capital del estado de Paraná, Curitiba cuenta con casi dos millones de habitantes (más de tres millones y medio, si contamos también su región metropolitana) y genera el tercer mayor Producto Interno Bruto de todo Brasil. Así, se encuentra en el podio nacional, compitiendo mano a mano con San Pablo y Río de Janeiro, en materias como educación, infraestructura y desarrollo urbanístico. Por todo esto, por los casi mil metros de altura sobre el nivel del mar que le otorgan un clima frío y seco atípico para el litoral brasilero, por el estilo de vida al que tiene acceso su población en general -expresado en autos último modelo, gimnasios fitness por doquier, festivales de música electrónica e innumerables actividades culturales- es, para muchos, "lo más parecido a una ciudad europea que puede encontrarse en Sudamérica".


Había conocido la ciudad en el verano de 2015,
guiado en aquella ocasión, al igual que en la actual, por la Oficina de Música. Entre mis dos visitas pasé en total un mes en ella, tomando clases en los tres cursos que ofrece el festival; Música Antigua, Música Erudita y Música Popular Brasilera. En el inicio de esta segunda estadía, así como durante toda la primera, me hospedó Telvyo, amigo al que conocí a través de CouchSurfing, quien me hospedó en su departamento y me presentó a sus amigos Augusto, Douglas y Ruana (encantadoras personas), además de llevarme a conocer algunos de los emblemas arquitectónicos curitibanos.

Moi, Augusto, Telvyo, Doug, Ruana

Telv, el açaí. ¡Muito engraçado!

Con él asistí a un concierto de Antonio Meneses interpretando una suite para cello de J. S. Bach, uno de los platos fuertes del inicio del 34º festival. La velada tuvo lugar en el Teatro Paiol, escenario en el que durante el verano anterior había tenido la posibilidad de interpretar un dúo del mismo compositor alemán junto a Alessandra, fogosa cellista oriunda de Italia.


El Teatro Paiol, otrora depósito de pólvora del Ejército Brasilero que dejó de servir a fines bélicos de honorabilidad cuestionable para transformarse en un espacio cultural sui generis hace aproximadamente cuatro décadas, tuvo el honor de ser homenajeado por Hermeto Pascoal en su disco "Festa dos Deuses" con la música Cançao no Paiol em Curitiba. (Por cierto, Hermeto, de origen nordestino, -"el músico más impresionante del mundo" según dijera en su momento Miles Davis- es uno de los vecinos célebres de la capital paranaense).


En mis Treinta Días Curitibanos (2015/2016) conocí sus espacios verdes, su cultura cosmopolita y su vida nocturna pero, fundamentalmente, mi principal actividad fue levantarme temprano y pasar todo el día sumergido entre partituras y atriles, en una reproducción sustancialmente muy similar a mi vida diaria en Buenos Aires, dinámica de la cotidianeidad sobre la que no me interesa escribir aquí. Sí, en cambio, dejaré asentadas algunas consideraciones de caracter filo-antropológico que me asaltaron durante y después de dichas estadías.

Jardín Botánico

"La música es compañía en la alegría y medicina en los dolores"

Curitiba es una gran ciudad multicultural donde conviven razas, religiones y nacionalidades al por mayor. Una importante inmigración japonesa que se remonta a principios del siglo XX se manifiesta en una cruza genética que, según ciertos antropólogos, prefigura la evolución que se dará en la especie humana a mediano plazo como consecuencia del panorama demográfico global de la actualidad. En consonancia con esta mixtura que aquí es moneda corriente (se encuentra aquí la mayor colectividad de japoneses de todo Brasil, después de la de San Pablo), está la Praça do Japao con su estatua de Buda, su fuente, sus cerezos y sus lagos artificiales.

Por otro lado, la colectividad musulmana alcanza la cifra de 50 mil personas. Consecuentemente, Curitiba posee una mezquita que, además de ser un punto de interés turístico, es un espacio donde los descendientes de los árabes que por diversos vaivenes del destino llegaron a esta región del globo pueden preservar su tradición y su fe.


A esta pluralidad cultural ya asentada se le añadió recientemente un notorio componente: la gran inmigración de exiliados sirios que han debido abandonar su patria por causa de la guerra. Ejemplo de ello son Abed, Myria y Lucia, a quienes conocí en una feria internacional de comidas en el patio de la Capela Santa María. Además de degustar su falafel (parecido al shawarma, pero vegano), fui espectador de un ensayo -y posterior concierto- de música tradicional siria que brindaron.

Abed tocaba el al oud (muy similar al laúd europeo), y Myria el qanun (especie de arpa horizontal), ambos instrumentos de la cultura árabe. A éstos se añadía la voz de Lucia con sus melismas e inflexiones que, sumado a los atuendos de parte del trío intérprete, configuraban un ineludible viaje perceptivo a Persia.

Myria, Lucia y Abed

Unos días después del concierto, durante una noche, me los crucé en Jokers, un pub de la Rua Sao Francisco donde se estaba desarrollando una jam session, y me invitaron sentarme con ellos, oportunidad en la que pude saber más sobre su historia. Abed y Lucía eran pareja y, ambos, arquitectos, mientras que Myria era hermana de Abed y diseñadora gráfica. A pesar de las aptitudes artísticas sobresalientes de los tres, la música no formaba parte del campo profesional de ninguno de ellos. En Siria, según me contaron ante mi aún no disminuido asombro, todos los niños reciben instrucción musical desde pequeños, y de nivel, en la escuela.

En cuanto a los avatares que los habían traído a Sudamérica, se habían exiliado de su tierra natal dos años atrás por causa de la guerra santa que perpetúan allí dos facciones opuestas del Islam. Les pregunté de qué lado se encontraban ellos (si es que estaban en alguno) y me respondieron que eran cristianos y que no tenían nada que ver con esa guerra. Dudando de mis propias palabras sugerí que, tal vez, los musulmanes tenían tendencia a ser más fanáticos de su fe, pero Abed me respondió, con toda clarividencia: "no es culpa de la religión, es culpa de las personas. Si una persona quiere hacer la guerra, la hará, sea cristiano, musulmán o cualquier otra cosa".

Postal surrealista; 
paraguas boca abajo y música siria en el mediodía paranaense

Mientras los solos de saxo, trompeta y trombón se sucedían, yo procuraba entender más sobre la realidad de mis nuevos amigos. "¿Qué harían si terminara la guerra? ¿Volverían a vivir a su país?" les interrogué. Tras meditarlo unos segundos, Myria me respondió con seguridad que lo más probable era que nunca volvieran a habitar territorio sirio. "No tiene sentido. Todos nuestros amigos están desparramados por el mundo, exiliados". Alemania, Suecia y Francia eran algunos de los destinos donde se habían refugiado.

Brasil había sido el único país de América en abrirle las puertas -y de manera desinteresada- a los exiliados de Oriente Medio. Países europeos como Alemania les habían otorgado visas de residencia para las cuales los postulantes debían desembolsar cierta cantidad de dinero. En el caso de Brasil, en cambio, el apoyo había sido de manera totalmente gratuita. En ese sentido, sentí envidia de ese gesto de grandeza del gobierno de Dilma, quien es fuertemente resistida en el Brasil del Sur (Rio Grande do Sul, Paraná y Santa Catarina), principalmente -y esto me lo han manifestado muchas personas de manera explícita- por causa de su política de redistribución de la riqueza. "Paraná, el tercer estado que más impuestos le paga a Nación, ocupa el último lugar en la lista de estados favorecidos por inversiones del Gobierno Nacional", me explicó en una ocasión una curitibana. "Nosotros vivimos trabajando, mientras que los del norte viven de carnaval" es una especie de slogan que escuché en más de una boca en las tierras de la araucaria. De hecho, en mis treinta días en la ciudad no conocí a un solo individuo que manifestara simpatía por Dilma o Lula.

El barrio más limpio del continente

"Está prohibida cualquier forma de discriminación en virtud de raza, sexo, color, origen,
orientación sexual, identidad de género, condición social, edad, portación o presencia de deficiencia,
o enfermedad no contagiosa por contacto social en los accesos a los ascensores de este edificio". 

Después de pasar dos semanas junto a Telvyo me mudé a lo de Jacques y Gloria, pareja de couchsurfers. Estos admirables septuagenarios, él francés, ella mineira, habitan el centro mismo de la ciudad y reciben casi religiosamente a viajeros de todo el mundo, para quienes tienen preparada una habitación específica en su departamento.

Huéspedes de Jacques & Gloria: de Kiev, de Bogotá, de París, de China...

Quedé fascinado con Jacques, sus ojos azules y su sonrisa de Gandalf jocoso; siempre fumando en pipa y respondiendo "Salut!" con contagiosa alegría ante cada uno de mis saludos; con sus técnicas de helado artesanal y sus calzoncillos que rara vez alcanzaban a cubrir la línea donde comenzaban a vislumbrarse las profundidades más inescrutables de su realidad corpórea; sus charlas sobre comida gourmet y champagne y, simultáneamente, su hastío de Europa -paradójicamente musicalizado con Tristán e Isolda-. su melomanía exacerbada, su historia de vida con episodios extensos en el Congo Belga -donde pasó varios años trabajando para el gobierno-, Iraq -tres meses trabajando para la Cruz Roja-, y la Guyana Francesa, su viaje en bicicleta de Francia a Suiza, su ascenso al Kilimanjaro... todo un cocktail  de vivencias estrambóticas que lo dibujaron, en mi imaginario, como al protagonista ideal de una novela de Louis-Ferdinand Céline.


Cada comida en casa de mis nuevos anfitriones era acompañada por vino tinto y sucedida por una tabla de quesos; roquefortbluecamembert, de cabra... Rodeado cotidianamente de dichas delicias gastronómicas (puentes directos tendidos hacia el Viejo Continente), mis charlas con Jacques se desarrollaban en un francés aportuguesado -cruzado con un portugués afrancesado-, con ocasionales zambullidos en el salvadidas inglés y con la ayuda, como último recurso, de un castellano histriónicamente gestualizado... charlas de las que, por cierto, creo haber entendido en limpio menos de un 10%... De todos modos, el buen Jacques tenía cierta propensión al monólogo, por lo que mi incapacidad de seguirle el hilo le importaba, al menos en las apariencias, un comino.


Frente a la plaza del Teatro Guaíra había un kiosco al que me acercaba recurrentemente, una vez instalado en casa de la excéntrica y simpática pareja,  para abastecerme de alguna que otra chuchería. El muchacho que lo atendía era un hombre de alrededor de cuatro décadas de edad que, al percibir mi portuñol indisimulable, se mostró interesado en entablar conversaciones sobre mi tierra natal. Vestido con una campera del ejército argentino, Luciano -tal era su nombre- me contó un pedazo de su biografía; había vivido un tiempo en Cusco y, en algún momento de su vida, se había ido a probar suerte a Buenos Aires. "Sin nada, sólo dinero en el bolsillo". Oportunamente, allí encontró una oficina de Arcor donde, tras una entrevista, le ofrecieron un puesto de trabajo... ¡pero en la ciudad de Córdoba! Sin dudarlo en demasía fue, se instaló y se enamoró de ella, de Boca, de Talleres y del Fernet. "Meu coraçao é mitade verdeamarelho e mitade celeste e branco" me aseguraba, con un brillo nostálgico en los ojos. Acto seguido, me contaba que sus planes eran abandonar Curitiba para regresar a vivir a la tierra de las sierras y el cuarteto, pero esta vez con su familia.

El cierre del festival que guió los pasos que me llevaron a Curitiba estuvo a cargo de Yamandú Costa, joven guitarrista top de Brasil, y Naná Vasconcelos, leyenda de 72 años de edad, percusionista ecléctico que colaborara con una miríada de artistas-leyendas tales como Pat Metheny, Egberto Gismonti, Milton Nascimento, Jean-Luc Ponty y Gato Barbieri, entre muchos otros.

El concierto comenzó con un set solitario de Yamandú, soberbia demostración de virtuosismo gaúcho. Cuando en el ambiente ya comenzaba a flotar cierto aire de impaciencia, Naná salió a escena y el auditorio explotó en una prolongada ovación reverencial. El Jimi Hendrix del berimbau se ubica en el centro de un sinnúmero de accesorios e instrumentos de percusión y, con el espíritu lúdico de un niño y el misterio chamánico de un gurú, y juega a hacer música con ellos, un ratito con cada uno, haciéndoles cosquillas a los sonidos, acariciando el silencio con sus parches, cuencos, semillas y platillos.


Ninguna de las más de dos mil personas que nos encontrábamos esa noche en el Teatro Guaíra podíamos imaginarnos que, apenas un mes después, Vasconcelos dejaría el mundo terrenal víctima de un cáncer de pulmón. Se fue sorpresivamente, dejándonos como legado su reivindicación "del Brasil que Brasil no conoce", subido a las tablas hasta el último momento y difundiendo su mensaje de que el Amazonas, con toda su música, su ritmo y su cultura, es un conservatorio de Vida y Sabiduría, una fuente de conocimiento inagotable al que debemos preservar, respetar y defender.

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