"Para mí sólo recorrer los caminos que tienen corazón, cualquier camino que tenga corazón. Esos recorro, y la única prueba que vale es atravesar todo su largo, y esos recorro mirando, mirando sin aliento" Castaneda

jueves, 11 de julio de 2013

Circuito W

Lago Pehoé, Parque Nacional Torres de Paine

La salida de Río Gallegos fue sin dudas el momento más bravo que el autostop me deparó durante el viaje. Tras pasar el fin de semana en casa de la familia Riquelme, emprendí la retirada de la capital santacruceña el lunes a primera hora. Fran y su viejo me llevaron hasta la terminal de micros, y desde allí (tras averiguar los horarios de los micros, por las dudas) empecé a caminar. El imponente viento patagónico no aflojaba; a pesar de ello, mis pasos obstinados reflejaban mi alegría por enfrentarme a un nuevo desafío en la ruta, mientras me despedía de la ciudad.

Un auto me levantó para dejarme justo antes del desvío hacia el aeropuerto. Sin más compañía que mi violín y mi mochila, me postré a la vera del camino, rodeado de la infinita estepa. El viento de Río Gallegos, en todo su esplendor, se hizo carne en mí. Un viento como nunca jamás había vivenciado, que se calaba hasta mi médula. Por primera vez utilizaba absolutamente TODO el abrigo que llevaba conmigo, y no era suficiente... Mis huesos eran la antena parabólica donde el frío penetraba con vehemencia, atravesando abrigo, piel y carne como si nada. Y no eran arrebatos espaciados en el tiempo; era un empuje constante e inmutable, sin pausa...


Ese mismo viento que llevaba entrelazadas las voces de los fusilados en 1921 por el Ejército Argentino era el que ahora no mostraba clemencia y me llevaba a considerar la posibilidad de volver a la ciudad y pagar un pasaje. Después de cuatro mil kilómetros exclusivamente a dedo desde San Marcos Sierras y teniendo a las Torres del Paine tan cerquita, tan ahí nomás, tan apenitas cruzando la cordillera, la chance del micro se me figuraba como un trago amargo. Pero mi resistencia ante el viento y el frío comenzaba a flaquear... "Espero que pase un auto más... Bueno, este es el último... El que viene ahí atrás por ahí para...".

En el momento en que me calzaba la mochila y tiraba los últimos dados en el tablero de Fortuna, frenó delante de mí un auto de lujo. Salinas, el hombre al volante, iba directo a El Calafate. Acostumbrado a los vientos de la zona, me dijo que lo que yo había vivenciado no era nada. Menos mal... Viajamos como a 200 km/h a lo largo de la surcando esos caminos infinitos, con el horizonte siempre amarillento e inalcanzable, y nos despedimos en La Esperanza, pueblo donde se bifurcan las rutas que van hacia Chile y hacia El Calafate. En el camino, un auto destrozado y una oveja moribunda en medio de la ruta. Y la muerte hacía su acto de presencia en medio de esa soledad devastadora...


La muerte y la ruta

En la estación de servicio de La Esperanza escuché a un señor que quería comprar un mapa de las Torres del Paine. Ni lento ni perezoso, le consulté si me podía llevar. Aceptó (algo vacilante) y, tras comprar unas galletitas surtidas a modo de provisión, me subí a su auto. A medida que avanzábamos, la Cordillera progresivamente se iba abalanzando sobre nosotros en el horizonte, delimitando mi vuelta a tierras chilenas. El hombre me dejó en el puesto fronterizo, desentendiéndose de mi suerte. Dos mochileros chilenos que venían de Torres del Paine me regalaron un mapa del parque nacional y me incitaron a pasar sin pagar la entrada. "Nosotros lo hicimos" me confesaron. Ahora me encontraba a 92 kilómetros de las Torres, esos polos magnéticos que me venían arrastrando desde Córdoba...



Parado frente a la desolada ruta que conducía a las Torres, comencé a caminar. Quedaban 2 o 3 horas de luz solar. En el camino vería cómo me las arreglaba... Mochila y violín al hombro, disfrutaba cada instante, sin preocuparme por el porvenir. Aunque decididamente la chance de acampar a un costado de la ruta, estando ya tan cerca del Parque Nacional, no era alentadora. Pasaron un par de autos que no me frenaron, y entonces sí lo hizo un micro (al que no le había hecho seña alguna). El chofer intentó venderme el pasaje, cosa que rechacé, y terminó llevándome gratis. 

El camino zigzagueaba, ascendía y descendía a lo largo del ripio, bordeando las pronunciadas ondulaciones del terreno. De pronto ellas se desnudaron magníficas en el horizonte. Las Torres del Paine brillando en la lejanía, en una visión de pureza extrema.


En el horizonte, las Torres del Paine

Llegué a la entrada del Parque Nacional con la idea de hacer el circuito "W" de trekking, que dura aproximadamente 5 días. Tenía dos opciones: arrancar visitando las Torres de entrada, o tomar un ferry, empezar por la otra punta del Parque y dejarlas para el final... Me decidí por esta última opción, por la carga simbólica que las Torres ejercían sobre mí. En ellas debía culminar mi aventura, indefectiblemente. Era una necesidad.

En el ferry que me hizo cruzar el Lago Pehoé conocí a Lía, una californiana que me preguntó acerca del ukelele que llevaba en el estuche. Le conté que era un violín y fuimos enhebrando una conversación, en una especie de spanglish improvisado. Como estábamos los dos solos, decidimos acampar juntos en el camping Paine Grande. Por la noche, un cielo de estrellas desorbitantes nos iluminó tras cenar en el refugio, junto al lago.


A la mañana siguiente me despedí de Lía tras el desayuno y emprendí una caminata solitaria hacia el glaciar Grey. Toda esta zona del parque había sufrido un incendio el verano anterior, y el paisaje de árboles sombríos semi-carbonizados producía en mí la sensación de estar adentrándome en las tierras de Mordor.




Tras unas cuatro horas de caminata llegué al glaciar, que le regala a la costa desprendimientos de hielo que quedan al alcance de la mano, mientras se deja observar, distante y gélido, como una metáfora de mí mismo. El paisaje era contemplado en un silencio casi religioso por los grupos que llegaban; el cielo nublado y una lluvia repentina en la orilla del lago colaboraban aún más en la conformación de un cuadro sumamente introspectivo y melancólico...


A la mañana siguiente caminé desde el Lago Pehoé hasta el Campamento Italiano, en el cual dejé mis cosas para andar ligero y conocer el Valle del Francés, una de las zonas más hermosas del parque. Como en la jornada anterior, me sentí inmerso en el mundo de El Señor de los Anillos. Impregnado de un aura tolkieniana, el Valle del Francés era la Vida, la Luz y la Pureza. Lagos cristalinos, glaciares, ríos de agua de deshielo, cascadas y mucha vegetación en un paisaje idílico, casi etéreo.




El Campamento Italiano se encontraba en refacciones, por lo que había que continuar viaje. Así arribé, tras un par de horas más de caminata y con la noche a cuestas, al Refugio Los Cuernos, completando 44 kilómetros bajo las suelas de mis zapatos en las dos primeras jornadas de trekking. Durante la cena en el refugio conocí a un ciclista danés que estaba recorriendo el mundo y a una escritora estadounidense que soñaba con ir al Mundial de Brasil. Después de comer me forzaron a romper el silencio de la noche con las cuerdas de mi violín, invitación a la que no me pude resistir. Para hacer honor a los sentimientos que el Parque me despertaba, toqué el tema principal de El Señor de los Anillos.

Durante la tercera jornada caminé desde el Refugio Los Cuernos hasta el camping El Chileno, siempre con el gigantesco Lago Nordenskjöld como compañero, en un tirón de 5 horas. Bajo un Sol espectacular, en el camino conocí a Gustavo, Alex y Marco, de Concepción, y a Francheska y Paula, de Santiago. Nos encariñamos y terminamos viajando juntos a Puerto Natales y a Punta Arenas... pero esa es otra historia. 

Lago Nordenskjöld

Tras almorzar en El Chileno continuamos caminando por otras dos horas, y, siendo ya de noche, arribamos al Campamento Torres, el último eslabón previo al ascenso a las Torres del Paine. 

1 comentario:

  1. Y qué hacemos todos acá, deberíamos estar ahora mismo, precisamente, en esas rutas !

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