"Para mí sólo recorrer los caminos que tienen corazón, cualquier camino que tenga corazón. Esos recorro, y la única prueba que vale es atravesar todo su largo, y esos recorro mirando, mirando sin aliento" Castaneda

martes, 6 de marzo de 2012

Viaje 2012 XIV: Atravesando a dedo la Panamericana Norte del Perú

“El ser humano es incapaz de concebir un estado de cosas que no sea realizable”
Henry Thoreau

Amanecimos en la comisaría de Huaquillas con Alejandro Sanz a todo volumen y el grito de "¡LEVÁNTENSE!" proferido por uno de los policías. Habíamos pasado la noche en el suelo, al lado de dos pibes de unos 15 años que estaban detenidos y esposados "por posesión de arma de fuego". Era una mañana lluviosa, el cielo decía gris. Preparamos nuestro equipaje y nos despedimos… pero antes de poder retirarnos, los agentes me pidieron que tocara algo con el violín. Inspirado por la encantadora música con que nos habían despertado, toqué la melodía de My Heart Will Go On, el tema de Titanic. Mientras lo hacía, un policía gordito agarró a otro por la espalda extendiendo horizontalmente sus brazos, recreando una versión bizarra de la famosa escena de Leonardo Di Caprio y Kate Winslet.

Habíamos sellado la salida de Ecuador la noche anterior. Ahora debíamos entrar nuevamente a Perú. Caminamos bajo la fina llovizna hasta la frontera. Luego tomamos una moto-taxi hasta el puesto de control migratorio. Realizamos el trámite sin inconvenientes y proseguimos nuestra caminata rumbo sur, con el objetivo de atravesar el país a dedo.

La primera mañana fue bastante productiva: entre tres camionetas y un camión cubrimos el trayecto de 300 kilómetros que separa Aguas Verdes (límite con Ecuador) de la ciudad de Piura. Llegados a ésta, ya pasado el mediodía, nos sentamos a comer en un puestito al costado de la ruta, donde otros clientes nos regalaron chicha y se mostraron interesados y amables con nosotros.

La cosa hasta ahí venía bien, pero en Piura se nos complicó. Es una ciudad grande, de más de 450 mil habitantes, y cruzarla fue una tarea poco gratificante. El calor apretaba, y caminábamos y caminábamos en busca de la salida de la ruta hacia el sur, pero sólo veíamos moto-taxis, cemento y gente. Perdimos gran parte de la tarde transpirando bajo nuestras mochilas intentando atravesar esa jungla, hasta que llegamos a una estación de servicio un poco alejada donde la cosa "empezaba a ponerse peligrosa", según nos dieron a entender las personas que interrogamos. En esa estación de servicio nos postramos cual centinelas en busca de nuestro salvador. Le preguntamos a cada vehículo que paraba a cargar combustible, le hacíamos gestos de ruego a los coches que pasaban… pero no había caso. La diurnidad se consumía y nuestros pulgares estaban exhaustos. La perspectiva de pasar la noche allí no era nada alentadora. Estábamos frustrados, y hasta meditamos la posibilidad de retornar a la ciudad para tomarnos un micro. Ya colgándonos la mochila para volver caminando al centro, le dije a List "un coche más y listo". En eso pasó un camión con la pomposa declaración "JESÚS ME GUÍA" pegatinada en su vidrio delantero. Previendo su indiferencia para con nuestras súplicas, le grité con furia animal "¡¡¡DALE, JESÚS!!!"… y, como si el de Nazaret me hubiera escuchado, vimos cómo el camión se hacía a un costado y estacionaba. List y yo nos miramos incrédulos. "¿Frenó? ¡¡¡Frenó!!! ¡Dale, boludo!", y corrimos para alcanzarlo.

El hombre no iba muy lejos, pero se mostró muy dispuesto a ayudarnos y nos dejó en un cruce
por donde pasan los camiones rumbo sur a Chiclayo. Ahora el asunto era cómo hacer para que nos quisiera llevar uno, teniendo en cuenta que la llegada del atardecer era inminente y hacer dedo de noche es como ir a pescar a una pileta de natación. Pero, más allá de lo recóndito de nuestro paraje, en la ruta había un grupo de personas que podía ser nuestra salvación: la policía de tránsito, la de carreteras, y la policía propiamente dicha, desarrollando cada una una tarea particular correspondiente a sus respectivas jurisdicciones. Les explicamos nuestra situación y les pedimos que pararan algún camión donde pudiéramos viajar. Tras pasarse la pelota de una jurisdicción a otra, terminamos dando con un policía de buen corazón que se decidió a ayudarnos. Estaba con dos mujeres de la policía de tránsito, que ya habían terminado su trabajo. El hombre paró un camión que venía cargado de maderas, le resumió al conductor nuestra historia y le pidió que nos llevara. Increíblemente, aceptó. Iba a Chiclayo, ciudad ubicada 213 kilómetros al sur de Piura. Fascinados con nuestra suerte, comenzamos a subir las escaleras para acomodarnos sobre la carga que transportaba, cuando las dos policías nos interrumpieron… para darnos unas monedas. “Es todo lo que tenemos”. Me miré con List sin poder creerlo, y entonces el policía nos preguntó si habíamos comido. “Bueno, más o menos...”, nos victimizamos. Así ligamos dos paquetes de chifa (banana frita) y una botella de agua, cortesía del gentil oficial.

Nos acomodamos como pudimos entre las maderas llenas de clavos oxidados que transportaba el camión. Estábamos en posiciones bastante incómodas, pero con la alegría de recibir tanta ayuda por parte de la gente. Desde el camión fuimos testigos de un atardecer memorable, que bañó al cielo de colores y matices iridiscentes. Cuando cayó la noche empezamos a tener bastante frío. Nos tapamos con una frazada que nos habían facilitado el conductor y su acompañante, pero el viento era tremendo y llegó un momento en que no deseaba otra cosa más que LLEGAR a Chiclayo de una vez por todas.

Llegamos tipo 11 de la noche, y Carlos (el conductor) nos ofreció quedarnos a dormir en el camión. Cenamos pan y banana, compartimos una charla futbolera con Carlos y su familia a la luz de la noche, y nos acomodamos cual ganado vacuno en los miserables huecos que las maderas eran capaces de ofrecernos. Ambos dormimos mal, y entre una cosa y otra yo pisé de lleno un clavo oxidado que me atravesó la planta del pie. Por suerte el doctor List traía agua oxigenada en su botiquín, por lo que llevamos adelante una exhaustiva tarea de desinfección.

A la mañana siguiente, desperezados por el influjo solar que caía sobre nosotros, Carlos nos llevó hacia un lugar por donde pasan camiones que vienen del norte. El tema es que la mayoría estaba sin carga, o entraba y se quedaba en Chiclayo, o directamente no nos quería llevar. Acudimos entonces al plan B: atravesar la ciudad y postrarnos en la salida sur, como habíamos hecho en Piura.

Así, caminamos muchísimo en un contexto de calor asfixiante. Para el último tramo que juzgamos conveniente realizar, tomamos una moto-taxi que nos dejó bajo un enorme cartel de una compañía de celulares. Parados en ese punto, intentando aprovechar la escasa sombra que nos proveía un pequeño arbusto, estuvimos unos minutos hasta que nos llevó una camioneta que nos dejó en una estación de servicio, un par de kilómetros al sur.

Una estación de servicio es una de las opciones ideales para hacer dedo por varios motivos: tienen baño, techo, paran coches y hay lugar para que frenen los que vienen por la ruta. Nosotros
siempre adoptamos el esquema: uno se queda haciendo dedo - el otro le pregunta a los coches que entran a cargar combustible.

Pero esta estación de servicio parecía culminar con nuestra suerte. El Sol apretaba, nos turnábamos para estar en la sombra, incluso caminamos a un estacionamiento que se encontraba a un par de cuadras para preguntarles a los conductores de allí… pero no había caso. El que quería llevarnos "lo tenía prohibido por la empresa", el que no quería llevarnos, no quería. El conductor de un pequeño camión que entró a la estación para cargar nafta mantuvo esta interesante conversación con List:
- Señor, ¿usted viaja hacia el sur? – le preguntó mi amigo.
- Sí, voy al sur.
- ¿No tiene un lugar para llevarnos?
- Eso está PROHIBIDO. Usted debe dirigirse a la estación y com-prar-su-bo-le-to…
- Por favor, señor... ¡no tenemos plata!
- COM-PRAR-SU-BO-LE-TO.

Llevábamos unas tres horas de progresivas desilusiones, y parecía que nuestra aventura culminaba volviendo al centro y comprando un boleto a Trujillo. Pero tuvimos un encuentro de lo más significativo. Apareció en bicicleta un gringo, que nos preguntó de dónde éramos, hacia dónde viajábamos, cuánto tiempo llevábamos haciendo dedo en ese lugar, cómo podía ser que no nos hubieran levantado... El tipo era un escocés que había viajado por toda Europa y América a dedo, siempre con buena fortuna. Tenía 52 años y hablaba el castellano relativamente bien. Estaba sorprendido de nuestra mala suerte. "Yo nunca he estado en Pewrú 3 o 4 howras haciendo dedo, siempwre es más wrápido... quizás es powrque yo tengo más cawra de gwringou". El chabón ahora estaba pasando unos días en Chiclayo, y había salido a dar un paseo con su bici. Nos dijo que, unos 5 o 6 kilómetros más hacia el sur, había un cruce con un par de estaciones de servicio que, según nos dio a entender, era el lugar ideal para hacer dedo en esa zona. Nos lo pintó como un lugar casi mágico, y nos instó a depositar todas nuestras esperanzas en llegar, al menos, allí. En caso de que no nos levantara nadie, ahí podríamos pasar la noche para continuar al día siguiente.

Nos despedimos del escocés con unos gramos de renovadas esperanzas. Nos deseó suerte, de corazón a corazón y de viajero a viajero. "Cuando vuelva a pasawr por aquí, no quiero vewrlos de nuevo". Entonces se fue y se perdió en el horizonte. "Qué tipo raro, ¿no?" nos dijimos. Volteamos la cabeza nuevamente hacia el norte, en busca de cualquier cosa que se moviera hacia el sur y que pudiera soportar nuestro peso. Entonces hizo su aparición un camión, que paraba a unos metros de la estación de servicio para levantar a un tipo. Me acerqué corriendo a consultar acerca de las posibilidades de albergar a dos más. En los asientos delanteros iban cuatro personas, se miraron como consultándose, y se percibía un aire de aceptación. “Pero... ¿viajan atrás?” Sí, nosotros viajamos en cualquier lado, no nos importa nada...

Ya con las mochilas a cuestas nos acercamos nuevamente al camión para ubicar nuestros cuerpos, llegamos a la "parte de atrás" y descubrimos que era un camión... de basura. De tripas corazón; nos colgamos cual basureros y avisamos que estábamos listos. Se ve que lo habían limpiado, porque no había TANTA basura. Los coches que venían atrás nos saludaban divertidos. Pero más divertidos estábamos List y yo. El escocés había sido una especie de señal, de oráculo profético. El camión recolector nos dejó en la estación de servicio que él nos había recomendado alcanzar.

Apenas llegados a ésta, List entró al baño a lavarse las manos. Yo me quedé en la ruta, probando dedo desde ya, y cuando el Negro volvió, traía consigo una bolsa de pan y dos botellitas de leche de soya. Dando por hecho que esas provisiones no habían salido de su bolsillo, le pregunté qué había sucedido. "Pasé por la puerta del kiosco y la señora salió y me regaló estas botellas, sin decirme nada. Después, ese señor que está ahí me regaló la bolsa de pan". Wow. Gracias, escocés.

Cada vez más cercanos a nuestro objetivo de llegar a Trujillo para pasar la noche, y con renovadísimas aspiraciones, continuamos probando la suerte de nuestros pulgares. Cerca del lugar había un altoparlante a través del cual un tipo difundía un mensaje cristiano, diciendo cosas así como "tenés que serle fiel a Dios, porque de lo contrario él te castigará", y cuestiones por el estilo. Exponente de la religión por conveniencia, y no por verdadera fe.

Pero no fue muy largo nuestro suplicio. Una camioneta donde viajaban tres pibas nos levantó. Iban a San Pedro de Lloc, a mitad de camino de Trujillo. Viajamos en la parte de atrás, durmiendo una buena siesta durante la hora y pico que duró el viaje. Nos dejaron, ya oscurecido el cielo, en una estación de servicio. Había una camioneta cargando combustible, y apenas nos bajamos y agradecimos a las chicas ya estábamos adentro de ella. Pertenecía a una agencia funeraria, e iba a Trujillo. No podíamos creer nuestra suerte, atribuida de ahora en más a la mitológica aparición del escocés.

Durante el viaje a Trujillo hablamos de nuestras vidas con uno de los pibes de la funeraria. No hay muchos mochileros peruanos, según nos comentaba la gente que íbamos conociendo, por lo que siempre éramos motivo de interés y de sorpresa para los lugareños, que eran incapaces de imaginarse a sí mismos llevando a cabo una travesía similar. Ya en Trujillo, el pibe le dijo al conductor que tenía que dejar a "sus amigos" en la salida hacia el sur, por donde pasaran camiones.

Habíamos llegado a Trujillo. Las circunstancias adversas del día nos habían llevado a establecer ese objetivo; sin embargo, el trayecto recorrido era en verdad pobre. 205 kilómetros separan Chiclayo, ciudad donde pernoctáramos en el camión con maderas y clavos oxidados, de Trujillo. Bastante poco, considerando que el día anterior habíamos hecho más de 500 kilómetros desde Aguas Verdes hasta Chiclayo..

Eran aproximadamente las diez de la noche. Las probabilidades de que alguien nos llevara a esa hora eran casi nulas. Cenamos pan del que nos habían regalado y compramos unos brochettes de pollo y carne a una señora. Después, otra muestra más de generosidad. Se me acercó una chica, extendiendo en sus manos un plato cubierto con una bolsa…
- ¿Quieres torta? – me ofreció
- Este... pasa que no tengo plata – le respondí, creyendo que estaba vendiendo.
- No importa, te la regalo. Fue el cumpleaños de mi primito.
- Eh, ¿en serio?
- Sí... es que me enteré que están fatal, y bueno... ¡adiós!
- ¿Y el plato?
- ¡Quédatelo, no importa!

La persona que le había notificado de nuestra fatídica situación había sido la vendedora del kiosco de la estación de servicio, a la que anteriormente le habíamos preguntado si podíamos quedarnos a dormir por ahí y nos había dicho que no. En fin, sorprendidos por lo bien que nos trataba la gente, nos devoramos una magdalena de chocolate y una buena porción de torta con el dibujo del SpiderMan cada uno.

Los minutos corrían y yo no reservaba ya esperanzas de continuar viajando esa noche. Había otras personas haciendo dedo, pero se subieron a un micro que pasó rumbo a Lima. Estuvimos a punto de subirnos también, pero List tuvo una corazonada y me previno de no hacerlo.

El sueño aumentaba, y ya estaba casi del otro lado, tirado en el suelo con la cabeza sobre mi mochila, cuando List me despertó. ¡Levantate Llusó, nos llevan! Sin terminar de comprender qué ocurría, de golpe me encontré en un camión con destino Lima. Eudorio, el conductor, había parado en la estación para comprar algo de tomar. List le suplicó llevarnos, el tipo primero amagó con eso de que "está prohibido"... pero, misteriosamente, accedió. Esa noche manejó hasta Casma, ubicada a mitad de camino de la capital, y nos pidió que bajáramos del camión para "dormir tranquilo". Pasamos la noche en el suelo de tierra del estacionamiento de camiones.

A las 6 ya estábamos de nuevo en la ruta. Al rato Eudorio paró a comer. Hasta último momento mantuvimos encendidas nuestras esperanzas de ligar comida "de arriba", cosa que no ocurrió. El tipo se mandó su sopa y su pescado con arroz solito, bajo nuestra atenta y famélica mirada. Para colmo el arroz no le gustaba, por lo que lo dejó en el plato, intacto...

Seguimos con el hombre. Ahora iba List en el asiento de acompañante, y yo durmiendo en la cama, atrás. Resultó ser que el destino final de Eudorio no era Lima, sino Chancay, una ciudad ubicada casi 85 kilómetros antes de la capital... Allí nos dejó, coronando los 475 kilómetros de distancia con Trujillo.

Chancay fue otro de esos lugares de decepción. El panorama era absolutamente desalentador, parecía imposible que alguien nos llevara. Comimos un menú, cuyo precio logramos rebajar a partir de nuestros ruegos. Consultamos a todos los conductores que se nos aparecían, pero "por H o por B" ninguno accedía a llevarnos. Uno se mostraba muy simpático. Había vivido en Argentina durante tres años y estaba muy agradecido con nuestro país y su gente... pero no podía llevarnos. En ese camión, cuya carga estaba al descubierto, no podía. Si hubiese sido un camión cerrado, sí.

Parecía que hasta ahí había llegado nuestra fortuna autostopera. Los micros de ahí a Lima cuestan 7 soles y salen todo el tiempo. No queríamos, pero... parecía no haber otra solución. En eso, cuando ya casi no teníamos esperanzas, crucé a la estación de servicio del otro lado de la ruta para consultar al conductor de una camioneta.
- Señor, ¿por casualidad va hacia el sur?
- No, yo voy al norte. ¿A dónde quieres ir?
- Queremos llegar a Lima...
- ¿Cuántos son?
- Un amigo y yo.
- Toma - hurgó en su bolsillo y me dio 14 soles, precio exacto de los pasajes.
- ¡Gracias, mil gracias, infinitas gracias!

Así llegamos en micro a Lima, la capital del Perú, la ciudad de los virreyes. 1335 kilómetros a dedo, sin pagar ni un sólo micro de nuestro bolsillo. Habíamos tardado tres días, pero aquí estábamos. La Panamericana Norte era historia, ahora el asunto era la Panamericana Sur.

3 comentarios:

  1. Un lujo el relato, sobrino. Es una constante que demuestra la importancia de la perseverancia en esta cosa, claro que se entiende que al final de un viaje de dos meses tenerla cueste un poco. La solidaridad de los peruanos es cosa seria, lo recuerdo, es algo que se repite en varios pueblos del continente, eso si, en las zonas menos pudientes.
    La problemática que generan las grandes ciudades es otro punto. Estoy pensando que en mis próximos viajes (mis hijos van a vivir en México y yo iré y volveré seguido y por tierra) trataré de llevar rutas alejadas de las capitales.
    Gracias por compartir.

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  2. Muy buen relato, muy bien redactado y entretenido! Estan geniales las historias, sigan subiendo! Buenas rutas!

    -Facu

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    1. Gracias Facu! Buenos caminos para vos también. Un abrazo!

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