"Para mí sólo recorrer los caminos que tienen corazón, cualquier camino que tenga corazón. Esos recorro, y la única prueba que vale es atravesar todo su largo, y esos recorro mirando, mirando sin aliento" Castaneda

sábado, 25 de febrero de 2012

Viaje 2012 XIII: Ecuador

“Todo lo trascendente de nuestra empresa
se nos escapaba en ese momento,
sólo veíamos el polvo del camino
y nosotros
devorando kilómetros
en la fuga hacia el norte”
Ernesto Che Guevara

Tras cruzar de Aguas Verdes (Perú) a Huaquillas (Ecuador), debimos tomar un taxi (igualito a esos que se ven en las películas yanquis) hasta el puesto de migraciones del país al que entrábamos. Curiosamente, éste se encuentra ubicado como a dos kilómetros de la línea que divide a ambas naciones, en una oficina que se aparece en medio de la ruta, ya saliendo de la ciudad. Dado el exagerado dolor que me regalaban las quemaduras made in Máncora, no tuvimos más remedio que desembolsar dos dólares y subirnos a ese coche que denotaba una ostentación impropia de nuestros espíritus…

Sí, dos dólares. Estadounidenses. Es la moneda oficial de Ecuador. Producto de una híper-devaluación de la moneda nacional, consecuencia de nefastas políticas neo liberales llevadas a cabo durante la década de los ’90, a partir del 2000 la economía se dolarizó, extinguiendo el “Sucre” y convirtiendo al país en una especie de colonia de vacaciones para gringos…
El momento de enfrentar el puesto de control migratorio era de lo más definitorio: ¿realmente podría entrar a Ecuador sin pasaporte? Todos los días de nuestro viaje se definían en este momento, donde la burocracia de la diplomacia internacional me permitiría –o no- el ingreso a la ansiada meta final. Con mi cédula de identidad (esa que te dan ahora cuando tramitás el DNI nuevo) y una perfecta cara de inocencia me acerqué a la ventanilla, ocultando mis temores… El uniformado agarró mi documento, hizo alguna que otra pregunta, nada fuera de lo normal… y ahí estaba: el papel que me bañaba de legalidad. ¡90 días para recorrer Ecuador a mis anchas!

Una vez pasada esa pequeña prueba de fuego, miramos el horizonte de camiones que venía en manada a través de la carretera. Nos habían comentado que hacer dedo en Ecuador es muy factible y satisfactorio. Ahora debíamos comprobarlo. Queríamos llegar a Guayaquil, para ir a una playa donde un amigo estaba trabajando. Con la vista en el horizonte sur, alcé el pulgar derecho, con una seguridad inusual en un pequeño dedo humano, y frenó un camión.
-¿A dónde van? – preguntaron desde la cabina.
-¡A Guayaquil!
-Ah, pero nosotros vamos a Cuenca…
-¿Cuenca? Bueno… ¡vamos!
En ese momento me abrazaron las palabras de Jack Kerouac: “con cada auto que se detiene en una banquina barajamos y damos de vuelta, ese preciso instante cambia de alguna manera nuestro viaje y de esa manera nuestra vida”.
Barajar y dar de vuelta. Así fue. Queríamos Guayaquil, el destino quiso Cuenca. Y no hay manera de contradecir al destino, por lo que nos subimos alegremente al camión, que venía vacío, como si fuéramos su carga... Probablemente, la carga más feliz que haya transportado jamás.

El camino a Cuenca es complicado; en la oscuridad del camión alternábamos posiciones sentados, parados y acostados, siempre rebotando por los caprichos de la ruta pedregosa que atravesábamos. Levantábamos la vista a través de una pequeña abertura que nos ofrecía un inmenso paisaje de colinas, árboles, subidas y bajadas; y la ruta se me aparecía como una insignia de la raza humana que se enfrentaba a esa inmensidad con un inquebrantable anhelo por comunicar destinos.
Pero de pronto el camión se detuvo. Abrieron la puerta trasera y nos comunicaron la situación: un derrumbe en la ruta. Imposible continuar. Debíamos pasar la noche en ese mismo lugar, y esperar a que, a la mañana siguiente, la maquinaria estatal removiera los escombros. Nosotros teníamos una botella de agua, los camioneros una botella de gaseosa. Ninguno de los cuatro tenía algo para comer. Salimos a caminar por la ruta, en busca de algún almacén, quiosco o lo que fuera. La oscuridad era atrapante, y un paisaje nocturno de colinas, cascadas y vegetación abundante nos custodiaba.
Caminamos un buen rato en ambas direcciones de la ruta, pero no encontramos lo que buscábamos. “No, amigo, por acá no hay nada”, nos decían las pocas personas que vivían por ahí. Tuvimos que resignarnos, acomodarnos en el camión casi en ayunas y pernoctar allí. “Al menos no nos agarró el derrumbe más arriba”, nos decía el conductor, “allá hace más frío”. Y tenía razón, ya que Cuenca se encuentra a casi 3000 msnm. El lugar donde debíamos pasar la noche no presentaba un clima tan hostil. Me acosté boca abajo sobre mi bolsa de dormir, con las quemaduras de mi espalda que no aflojaban como mayor preocupación, y con el transcurrir de los minutos y de la naturaleza circundante me dormí.
Amanecimos empujando el camión, que no quería arrancar. Cuando lo hizo, tras el esfuerzo prolongado de unas 4 o 5 personas, llegamos al lugar del derrumbe y nos enteramos de que aún no estaba solucionado el asunto. Estacionó por una o dos horas más, horas durante las cuales prolongué mi estadía en el mundo de los sueños, mientras las grúas sacaban la tierra y las piedras del camino.
Cuando por fin llegamos a Cuenca, nos encontramos con un montón de gente recomendándonos irnos. “Este lugar es peligroso, acá hay gente mala”. Estábamos en el mercado, buscando un menú barato (cosa que conseguimos: almuerzo completo por un dólar y medio), y a cada paso que dábamos la gente, que nos veía con las mochilas, los pelos largos y el aspecto de extranjeros, nos recordaba la peligrosidad del sitio. ¿Pero qué hay para hacer acá, en Cuenca? ¿Qué podemos visitar? Nada, les conviene irse.
Haciendo caso a las –casi- súplicas que recibimos, continuamos nuestra marcha hacia el norte. “Ya está, List. Nos vamos a Quito”. Tomamos un taxi hasta la salida norte de la ciudad, y nos emplazamos en una estación de servicio por donde pasaban los camiones. Estuvimos un rato ahí, hasta que un camión lechero que había parado a cargar combustible nos levantó.
Jorge, el conductor, nos dijo que no iba hasta Quito (que si no, encantado), pero que podía tirarnos unos kilómetros hacia allá, hasta un pueblo llamado Cañar. Mientras viajábamos, nos contó que la comida típica de la sierra ecuatoriana es la fritada, que consiste en carne de cerdo con maíz, banana frita y alguna que otra cosita más. “¿No han probado el cerdo de aquí? Ya van a ver”. Estacionó el camión a un costado, se bajó a comprar una buena ración de fritada para compartir con nosotros y proseguimos. Estaba espectacular.

Charlando de todo un poco, hablando de fútbol (tema obligado en toda conversación en la que revelamos nuestra nacionalidad argentina) le comenté que, a pesar de tener un gran cariño por Perú, yo no podía usar la camiseta de su selección por su parecido a la de River (ambas camisetas son blancas y con una franja roja en diagonal), pero que me encantaría conseguir la camiseta de la selección de Ecuador, cuyos colores (casi toda amarilla, con un poco de azul y un muy poquito de rojo) traen la reminiscencia de los gloriosos colores xeneizes. “Ah, ¿tu quieres la camiseta de Ecuador?” me dijo en un tono casi desafiante, tras lo cual agarró su teléfono celular y marcó un número. Del otro lado, su mujer (que no es suya, pero que está casada con él). “Ya estoy por llegar a casa, alcanzame a la ruta la camiseta de la selección”. Con List nos miramos sin poder creerlo. Llegamos a Cañar y ahí estaba la señora, cargando la preciada camiseta. “Toma, te la regalo” me dijo Jorge, en un gesto –otro más- de bondad y hospitalidad para con este viajero errante.
Maravillados con el trato que veníamos recibiendo en nuestra bienvenida a Ecuador, nos despedimos de Jorge dándole infinitas gracias. Nos dejó en un cruce donde se dividen las rutas que van a Guayaquil y a Quito. Allí probamos dedo un buen rato, pero sin suerte. Estábamos en la puerta de un salón de pool, guarecidos bajo un techo ya que llovía bastante. Anochecía, y ningún camión parecía dispuesto a llevarnos. Ante la perspectiva de pasar una noche horrenda en ese lugar espantoso, hubimos de resignarnos, agachar cabeza y gatillar 8 dólares a cambio de un ómnibus que nos trasladaría los 360 kilómetros que nos separaban de Quito.

“Nuestros sueños son los hechos más positivos que conocemos”
Henry Thoreau
Llegamos de madrugada a la terminal de Quito, bajo una lluvia torrencial. Acomodamos los bolsos en un rincón y nos quedamos parados, mirando al vacío. Tras unos minutos donde no medió palabra alguna entre los dos, nos miramos al mismo tiempo. Ambos pensábamos lo mismo. “Llegamos. Llegamos a Quito”. Nos abrazamos, con la alegría de estar ahí, en la meta que nos habíamos dibujado fantasiosamente al principio del viaje. Y es que cuando comenzamos a peregrinar por el norte argentino, allá por diciembre, y alguien nos preguntaba “¿hasta dónde piensan viajar?”, decíamos casi tímidamente “hasta Quito”, pero nuestras palabras sonaban vacías, sonaban a utopía juvenil irrealizable. Los más de 3200 kilómetros de distancia entre San Miguel de Tucumán y la capital ecuatoriana, las tres fronteras que se intermediaban entre ambas ciudades y nuestro escaso dinero parecían suficientes obstáculos como para desbaratar nuestros anhelos. Pero, después de todo lo vivido, después de toda la gente que habíamos conocido y con la que habíamos compartido parte del camino, ahí estábamos List y yo, tras 55 días de ruta, bañándonos de orgullo. Machu Picchu había sido el destino del viaje anterior; la de ahora era la segunda utopía que realizábamos en compañía.
Como no teníamos lugar donde ir, decidimos pasar la noche en la misma terminal, para enfrentarnos a la realidad quiteña con las primeras luces del alba. Nos acomodamos en el rincón que consideramos más apropiado, entre las miradas divertidas, compasivas y extrañadas de la gente que nos rodeaba, y efectuamos un prolongado y renovador sueño.
Al despertar, un montón de quiteños curiosos nos interrogaba acerca de nuestras vidas. Qué hacíamos ahí, por qué dormíamos en la terminal, de dónde veníamos y hacia dónde íbamos… Con grandes ansias de “darnos una mano”, nos ahogaron de consejos y recomendaciones acerca de cómo movernos en la ciudad. En verdad no nos proporcionaron información sustancial… sólo sabíamos que con el trolebús que pasaba por ahí podíamos llegar al centro histórico.
El trolebús de Quito es como un colectivo eléctrico gigante, que se llena hasta la médula a toda hora y en toda estación. En el trayecto presenciamos una pelea entre una señora negra y una mujer blanca. No entendí bien el motivo de la disputa, pero creo que se debía a causas presuntamente raciales. Alcancé a escuchar que la señora negra, que estaba sentada, le decía a la otra: “¡y mírate tú, con ese peinado!”, o algo por el estilo. La presencia de afrodescendientes en Ecuador es considerable (según el último censo, el 7,2% de la población nacional es afroecuatoriana).
Nos bajamos en la Plaza del Teatro, una plaza que tiene un lindo nombre pero que posee una curiosa y desalentadora verdad: casi no tiene árboles. Le debe su nombre al Teatro Sucre, que está o estaba por ahí, y nada más. Si esto eran las plazas de Quito… Pero seguimos caminando y nos topamos con la Plaza Grande (también llamada Plaza de la Independencia). Cuando veníamos por la esquina y de pronto se abrió ante nosotros su imagen, no pude más que decir: wow. Llena de árboles y de pintorescas construcciones a sus alrededores, y con varias fuentes en sus pulmones, daba gusto estar sentados allí… De todas maneras, su catedral, su Palacio de Gobierno, y todo lo demás, no dejan de ser las típicas estructuras de una plaza colonial, sin mucho más que eso. Por otro lado, mientras List buscaba alojamiento, yo me puse a tocar el violín y un policía me pidió que me callara. Estaba prohibido tocar ahí.
La capital ecuatoriana, más allá de nuestras grandes expectativas, no tenía demasiado para ofrecernos. Es una linda ciudad colonial, sus calles son muy propicias de ser estudiadas a través del prosaico método de perderse en ellas sin premeditaciones, pero poco más. A esta altura de las circunstancias, no teníamos ganas de visitar museos. Sí visitamos la Catedral de San Francisco, que ostenta el privilegio de ser la construcción religiosa ubicada en un centro urbano más grande de América, la cual fue visitada en los años ’60 por el papa Juan Pablo II -toco madera-. Una estatua del susodicho custodia una de las entradas al templo, confiriéndole un cierto aire de terror a la escena.
En Quito también se encuentra la línea del ecuador, la línea que separa al mundo en dos hemisferios. Para llegar hay que tomarse el trolebús y un micro, en total es como una hora de viaje y se gastan 40 centavos de dólar. Así se llega a la “Ciudad Mitad del Mundo”, una especie de parque de diversiones montado en torno al atractivo turístico que confiere la famosa línea ecuatorial. Para maquillar un poco la cosa y justificar la entrada de dos dólares que te cobran en la puerta, a la “Ciudad” le metieron un planetario, un museo de geodesia, un museo de la ciudad de Quito, un museo de flora y fauna, etcétera. Ninguno de los museos está muy bueno que digamos, y para entrar al planetario (que no se ve muy bueno desde afuera, al menos comparándolo con el de Palermo) hay que pagar otra entrada, por lo que desistimos de hacerlo. También hay un mirador gigante, emplazado justo encima de la línea, desde el que se tienen perspectivas de todos los puntos cardinales. También había que sufrir una entrada, por lo que tampoco accedimos a él. En verdad, llegamos a la línea del ecuador, extremo norte de nuestro itinerario, caminamos un poco por el hemisferio vecino (fue la primera vez que List cruzó al mismo en su vida) con la irónica sensación de haber dejado atrás “ese hemisferio sur de sudacas” (chiste, claro está), y volvimos a Quito un poco asqueados de tanto puesto de artesanías made in, música a todo volumen, helados y algodones de azúcar.

De Quito nos fuimos a Baños de Ambato, un lugar que nos había recomendado Jorge, el camionero que nos levantara en Cuenca. “En Quito no hay nada”, nos había dicho, “váyanse a Baños de Ambato: aguas termales, cascadas, naturaleza. Es lo mejor de Ecuador”.
Tomamos el bus desde Quito por la noche y llegamos a Baños de madrugada. Caminamos en busca de un sitio donde anclar nuestra carpa, lugar que terminó siendo un pequeño mirador ubicado a un costado de las famosas aguas termales. Al lado había una cascada grande, que nos dibujaba un lindo telón sonoro de agua cayendo para establecer nuestro sueño.
El complejo de aguas termales abre sus puertas a las 5 de la mañana. A esa misma hora se llenó de gente, niños, niñas, grandes, ancianos, ancianas, GENTE, gritona y ruidosa, que terminó de sepultar nuestros deseos de dormir. Con el suelo de cemento que nos sostenía no habíamos podido conciliar el sueño. No tuvimos más remedio que desarmar la carpa y adentrarnos en las aguas, para darle un argumento a nuestra presencia en el lugar.
Pagamos una entrada de la cual nos arrepentimos casi al instante. El lugar en sí es espectacular: las piletas están ubicadas en medio de un valle rodeado de cerros y cascadas, y se prestaría para disfrutar de un amanecer tranquilo e introspectivo. Sin embargo, la superpoblación de las aguas hacía que la estadía allí se asemejara a la que hacía de niño en la pileta del club. Cientos de personas apiñadas como langostas, nenes con flotadores pataleando y salpicando agua para todos lados. No podías moverte un centímetro sin tocarle el culo al de al lado. Estuvimos en las aguas 2 o 3 horas para justificar la entrada que habíamos pagado, y nos fuimos de Baños. Continuando nuestro descenso a través de la sierra, el siguiente destino sería Guaranda, “la capital del carnaval del Ecuador”.

Nos costó muchísimo conseguir un coche que nos llevara. El dedo era imposible, y los micros no paraban o no existían. Terminamos en una 4x4 que transportaba un chancho y donde viajaban unas familias de la zona. Entre ellos hablaban quichua (“quichua, no quechua; el quechua es otro idioma” nos corrigieron), pero para dirigirse a nosotros utilizaban un castellano algo rudimentario y evidentemente no muy aceitado. Ellos utilizaban la lengua de sus ancestros, nos explicaron, y nos dijeron que así es en toda la sierra ecuatoriana.
El encuentro con los quichua-parlantes en el camino a Guaranda da una idea de la inmensidad del Tahuantinsuyo, que llegó a abarcar miles de kilómetros, desde las actuales ciudades de Mendoza (Argentina) hasta Quito (Ecuador) y más allá inclusive. Las identidades culturales aún perviven… y yo me preguntaba hasta qué punto estos ecuatorianos no tendrían más que ver que yo con los argentinos que habitan el norte de mi país. ¿Cómo es posible hablar de identidad nacional (esa por la que nos obligan a cantar los himnos patrios en la escuela), cuando las identidades culturales persisten desde hace centurias –quizás milenios-, derribando fronteras, distancias y barreras nacionalistas (tanto físicas como inmanentes), uniendo pueblos “aparentemente” vecinos? ¿Cómo puedo considerarme compatriota de, por ejemplo, un jujeño, cuando sus costumbres, su vestimenta, sus creencias, su idioma, en fin, su identidad cultural, se asemeja más a la de un serrano ecuatoriano que a la mía, un bonaerense descendiente de europeos? ¿Y con qué derecho se separa, se fragmenta, a esta gran nación quichua-parlante a través de barreras ficticias?
Comimos en el mercado de Guaranda, y allí nos encontramos con un señor que nos regaló dos bolsas de canchita, que es choclo tostado y salado. Este señor fue, durante nuestra estadía en el país de las Galápagos, el único que se nos manifestó en contra del presidente Rafael Correa. “Nunca simpaticé con el señor”, nos dijo como todo argumento.
Según una encuesta de un medio oficialista que reparten gratuitamente en el trolebús de Quito, el 80,5% de la población de Ecuador aprueba la gestión de Correa. Según la encuesta, los logros llevados a cabo por el gobierno que más valora la gente son: la declaración de la ilegitimidad de la deuda externa, la pavimentación y el mejoramiento de las principales rutas del país, y haber resistido el intento de golpe de estado de 2010. Jorge, el camionero que me regaló la camiseta ecuatoriana, se mostraba a favor del presidente. “Ecuador va a estar bien”, nos decía, y mientras lo decía y enumeraba los logros del gobierno, yo percibía un brillo de esperanza en sus ojos: el mismo brillo que ví en los ojos de Macorio, el vendedor ambulante de pizzas de La Paz, cuando nos habló del gobierno de Evo Morales.


Presenciar el carnaval de Guaranda (“el más grande de Ecuador”) terminó de cerrar en mí una idea que ya sospechaba: los carnavales me deprimen. No es que sea un anti-fiestas, sino que percibo en ellos un dejo de melancolía, de inevitable final, de materia y alegría perecederas, que me invade y me deja como si estuviera en otro lugar, en otro tiempo.
El último destino que visitamos en Ecuador fue la famosa playa llamada Montañita. Podría catalogarla como la Mar del Plata del Ecuador, aunque esta está llena de gringos que vienen a derrochar sus dólares y euros a una playa mucho más paradisíaca que la argenta. En los bares hay promociones del tipo “5 dólares x 5 cervezas”.

Llegados de madrugada, caminamos hasta “La Jungla”, bar ubicado “detrás de la iglesia”, según teníamos referencias, donde un compañero de la EMPA, estaba trabajando/durmiendo. Preguntamos por él y, siendo ya de madrugada, no tenían noticias: se había ido “por ahí”. En la puerta del bar tocaban unas bandas de punk guayaquileñas bastante malas; escuchamos a dos de ellas y nos fuimos en busca de nuestro destino.
Teníamos 20 dólares cada uno y con ese dinero debíamos financiar nuestra estadía en la playa y nuestro retorno a Perú. La primera medida tomada para alcanzar el objetivo fue no pagar ningún tipo de hospedaje: acamparíamos en la playa. Así, establecimos nuestra base de operaciones debajo de un puesto de guardavidas que nos servía de techo. Todas las noches que pasamos allí llovió y, a pesar de las goteras que presentaba el lugar, terminó siendo una buena decisión.


El agua de Montañita es realmente tibia. La primera mañana despertamos con un ejército de sombrillas de colores que tapaban nuestra visión del mar, pero que le confería a la escena un buen toque de verano y alegría. Eran las 9 de la mañana, y, a pesar de que estaba nublado, nos metimos a chapotear con las buenas olas que se nos abalanzaban.

La estadía en la playa fue placentera: nos llenamos de arena hasta detrás de las orejas, y nos hastiamos de océano Pacífico. Por acá nos cruzamos de nuevo con Coa, el canadiense que habíamos conocido en Máncora junto con los chilenos. Estaba con su tabla de surf, buscando olas donde pararse y acercarse a esa sensación de adrenalina que confieren los deportes de riesgo.
En los tres días que pasamos me mandé un par de veces a tocar el violín de manera solista en la calle, lo cual fue un desafío nuevo y hasta entonces inexplorado. El resultado fue muy bueno; hice unos 14 dólares en total y gastaba 3 o 4 por día, por lo que el saldo económico de mi estadía allí fue positivo. La anécdota que más valoro producto de esta experiencia es la siguiente: dos nenes de aspecto caribeño se me acercaron y me escuchaban atentamente, examinando mi funda, las monedas que en ella me habían tirado, mi violín, mis movimientos. Cuchicheaban entre ellos bajo la mirada de sus padres, que estaban terminando de comer en el restaurante de al lado. Para tirarles un guiño les toqué la canción del Chavo del 8, con lo que estallaron en manifestaciones de alegría: “¡la canción del Chavo, la canción del Chavo!” corrieron a avisarles a sus padres, tras lo cual volvieron con un par de monedas para tirarme. Cuando terminé, tuve esta conversación con uno de los nenes:
-¡Gracias por tocarnos la canción del Chavo!
-¡De nada! Gracias a ustedes por tirarme una moneda.
-¿Vos necesitás plata para comprarte las cosas que te gustan?
-Sí, así como vos también comprás las cosas que te gustan – y le señalé la espuma de carnaval que llevaba en la mano
-No, pero esto es de mi papá…
Me llenó de ternura. Cerré el violín y me metí a conversar con el mar, ese confidente, ese “ruido que cada uno interpreta como puede”, según el Che Guevara (cuando todavía era Fuser).
Gracias a las monedas que me fue tirando la gente pude darme el lujo de probar el encebollado, plato típico de la costa. Consiste en un jugo (creo que de tomate), con pescados y atún, maíz y banana frita.
Una peculiaridad que tiene Montañita es su organización social. Al ser una comuna, todas las mañanas pasan varias camionetas con altavoces donde un tipo dice gansadas y donde pasan inverosímiles canciones para subordinar a los vecinos a, por ejemplo, sacar las bolsas de la basura. “Saquen las bolsas, vecinooooooos… la ciudad limpia, todos queremooooooooos…” Con List íbamos bailando al compás de la pegajosa canción, imaginando a las señoras que salían de sus casas moviendo las caderas con un par de bolsas de basura encima.
El dato curioso: justo durante nuestra estadía, en el pueblo habían ocurrido cuatro muertes en
cuatro días, por lo que el ambiente se debatía en una especie de luto algo bizarro. Los altavoces entonaban el himno fúnebre, y la persona del altavoz iba leyendo una lista, enumerando la cantidad de dinero que cada pueblerino había donado a cada familia de los fallecidos. Al ser una comuna, tienen como costumbre que, tras el deceso de alguien, la comunidad entera haga donaciones para ayudar a pagar el funeral. Lo bizarro no es esta costumbre, la cual refleja un cooperativismo envidiable, no; lo estrambótico era que por los altavoces se leyera la cantidad exacta donada por cada persona, es decir: “José Ramírez, un dólar; Juan López, cinco dólares; Jorge Martínez, cincuenta centavos”, glorificando a aquellos que dadivosamente cooperaban con un buen billete, y, simultáneamente, sumergiendo en las turbulentas aguas de la humillación a quienes no podían darse ese lujo.
Tras saciar nuestras ansias de playa, arena, cielo, nubes, mar y paspaduras, nos fuimos de Montañita. En un par de micros aborrecibles pasamos todo un día para llegar a Huaquillas, ciudad por donde habíamos entrado al país. Llegamos de noche y sellamos nuestra salida de Ecuador. Preguntamos en las oficinas migratorias si podíamos pasar ahí la noche. Nos dijeron que de ninguna manera, que en todo caso fuéramos a preguntar a la comisaría.
Un taxi nos llevó a la comisaría de la ciudad, donde preguntamos si podíamos tirar nuestras bolsas de dormir. Nos dijeron que nos sentáramos a esperar al “jefe” para supeditarnos a sus órdenes, pero éste no llegaba y nuestras fuerzas se disipaban. Disimuladamente, me senté en el piso, corrí la silla y me acosté usando la mochila como almohada. Los policías no dieron señales de contradecirme en mis actos, por lo que me terminé durmiendo en esa posición, sobre el suelo polvoriento.

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